lunes, 6 de junio de 2016

Fruto marino

Entraste a mi vida tan lentamente por mi vista
que bastó un par de segundos 
para derrumbar la dureza de mi corazón.
Caminaste tan distinguidamente de entre todas las demás
que fue fácil percatarse del dulce olor de tu presencia, 
y el cual llevo impregnado en la ánima de mi amor.
Siendo sincero, no sé que me atrapó más:
Si esas bellas gotas que se reflejan en un hermoso atardecer...
o ese cuerpo de las altiplanicies de toda tu divinidad.
Poco o a poco y muy lentamente como el fuego 
mi mirada se fue consumiendo en los obeliscos de tus labios,
y así al verte entonar cada palabra, 
mi respiración no podía continuar 
porque hasta eso inmovilizabas con tan dulce voz.
Por eso, cada vez que te acercabas, 
más de alguna hoja salía volando de entre mis manos
ya que hasta ellas se volvían torpes al ver tu primor.
No se diga al ver esa faz al estilo de Praga 
que cautiva hasta el más esquivo.
Y aunque lo único que hago es escribirte cartas
para plasmar tu indecible beldad, 
ni de esta manera te podré comparar 
tan vividamente como lo hace la majestuosidad del cielo
o las Cataratas del Niágara...
que cubren tanta tierra con su natural potestad.
¡Ay vista de sus estrellas y espejo del manto estelar!
Todos mueren por un mimo de tus ojos 
que simplemente se parecen a bioluminiscencia del mar.

Alejandro Ayalá


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